Sin embargo, la política económica de los distintos países es sistemáticamente diseñada y evaluada en términos del crecimiento del Producto Interior Bruto, tanto por cada país individualmente, como por parte de las instituciones económicas internacionales, como el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional ¿Es consistente esta preocupación por el crecimiento de la renta con un alivio de la dramática situación de pobreza? El profesor Alfonso Novales Cinca de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas y miembro del Consejo de Ciencias Sociales de la Fundación Ramón Areces analiza estas cuestiones.
Para poder responder a este interrogante, hemos de distinguir entre pobreza absoluta y pobreza relativa. La pobreza absoluta es la situación de una persona que vive por debajo de un umbral mínimo de renta, corregido por los precios de los bienes en cada país, y convertido en la moneda correspondiente. La afirmación con que se abre este comentario se refiere a que 1.300 millones de personas, un 22% de la población mundial, vivían en 2008 con menos de 1,25 dólares por día; 2.470 millones, un 42% de la población, vivía con menos de 2 dólares por día. Para el cálculo del número de pobres, el umbral de renta citado se traduce a la divisa correspondiente y se adecúa teniendo en cuenta los precios de los bienes de primera necesidad en cada país.
La pobreza relativa es la situación de una persona que vive por debajo de un umbral de renta definido específicamente para su país. Por ejemplo, la mitad de la renta promedio de dicho país. Ambos conceptos son muy distintos: mientras que, de acuerdo con los registros estadísticos oficiales, no existe pobreza absoluta en los países de la OCDE, entre los que se encuentra España, la incidencia de la pobreza relativa es notable y ha aumentado de modo significativo con la crisis. En España, la pobreza relativa sobrepasaba el 20% de la población en una estimación de este año.
Un país puede tener una importante incidencia de pobreza absoluta sin apenas desigualdad. Por el contrario, la incidencia de pobreza relativa requiere, por naturaleza, un nivel suficiente de desigualdad. La eliminación de la pobreza absoluta debe ser un objetivo primordial del desarrollo económico, en el que deben ocuparse los países ricos y las organizaciones económicas internacionales; la reducción de la pobreza relativa debe ser un objetivo de la política económica en cada país, por las razones que vamos a exponer.
El crecimiento económico es, sin duda, un buen instrumento para luchar contra la pobreza, pero las experiencias históricas disponibles muestran que un mayor crecimiento económico no garantiza una reducción más importante de la pobreza, lo que sugiere que la conexión entre crecimiento y reducción de pobreza depende de distintos factores.
En los últimos años, se ha avanzado bastante en la identificación de dos de ellos: la desigualdad en la distribución de la renta, y la calidad de las instituciones políticas y económicas. La aparición de la calidad institucional en el esquema de relaciones entre crecimiento, desigualdad y pobreza ha sido un importante avance del pensamiento económico reciente, aún en fase de controversia entre académicos.
Es fácil ver el modo en que el efecto del crecimiento sobre la desigualdad condiciona la lucha contra la pobreza: Si el crecimiento económico no influyese sobre el nivel de desigualdad, el aumento de renta generado por el crecimiento tendería a reducir la pobreza absoluta. Cuando el crecimiento conduce a una menor desigualdad, tanto la pobreza absoluta como la pobreza relativa pueden disminuir. Pero si el crecimiento hace aumentar la desigualdad entonces es probable que la pobreza relativa aumente; en ese caso, el crecimiento sería contraproducente en la lucha contra la pobreza.
¿Qué sabemos a este respecto? Durante mucho tiempo, se consideró que la desigualdad aumentaba con el desarrollo de un país al pasar trabajadores de tareas agrícolas a una incipiente actividad industrial. Alcanzado un cierto nivel de renta, la desigualdad disminuía al continuar aumentando la renta con el continuo desarrollo del país. Esta teoría ha sido ampliamente refutada por los datos: la creencia actual es que el crecimiento económico puede conducir a mayor o menor desigualdad, pues ello depende del modo en que se distribuya entre la población la renta generada con el mayor crecimiento.
Pero, precisamente, el tipo de distribución de la renta depende de las instituciones económicas vigentes en el país que son, a su vez, consecuencia de las instituciones políticas existentes. De aquí que una deficiente calidad institucional sea un freno a la reducción de la pobreza.
El crecimiento puede reducir la desigualdad si el mecanismo vigente de distribución de la renta es favorable. Pero el crecimiento también puede aumentar la desigualdad si, en presencia de instituciones políticas deficientes, los grupos afines encuentran modos de apropiarse de una buena parte de la renta generada con el crecimiento económico, en cuyo caso, la reducción de la pobreza será mínima, o incluso podría aumentar.
En tal contexto, el crecimiento económico sólo reducirá la pobreza si el mecanismo distributivo de la renta es mínimamente equitativo, permitiendo el acceso de nuevos ciudadanos a las clases dirigentes y haciendo posible que sus valores sociales pasen a jugar un papel relevante en el proceso de evolución de las instituciones políticas formales e informales a través del tiempo. Lamentablemente, existe una notable correlación entre el nivel de desigualdad en un país y la existencia de una clase económica dominante vinculada al poder político, por lo que los países más desiguales son los que tienen mayores problemas institucionales para reducir la pobreza.
La desigualdad juega un importante papel adicional en la reducción de la pobreza, al limitar las posibilidades de crecimiento. Este efecto surge a través de tres canales: en una sociedad desigual, los grupos afines al poder tratarán de instaurar unas instituciones económicas deficientes, que permitan el desvío en su favor de las rentas generadas por el esfuerzo individual de los ciudadanos privados, reduciendo así los incentivos a la inversión y la innovación; unos mercados de capitales imperfectos pueden imponer unas exigencias excesivas a las personas de menor renta para acceder a los créditos que necesitarían para iniciar sus actividades empresariales, lo que dificultará, entre otras cosas, el esfuerzo emprendedor de los más jóvenes; por último, una distribución de renta que no se basa en valorar las diferencias de talento y mérito, tendrá una reducida movilidad social, tendiendo a mantener el nivel de desigualdad e inhibiendo el crecimiento, al reducir los incentivos al esfuerzo y estimular un comportamiento de parasitismo social.
En definitiva, la lucha contra la desigualdad y la búsqueda de la calidad de las instituciones formales e informales, son dos objetivos que ninguna política económica diseñada para luchar contra la pobreza puede ignorar. En particular, los esfuerzos para reducir la desigualdad conllevan un doble beneficio, por las razones analizadas: en primer lugar, porque una menor desigualdad estimula el crecimiento; en segundo lugar, porque en combinación con una buena calidad institucional, la desigualdad eleva la capacidad potencial del crecimiento para reducir la pobreza. Es importante hacer tal esfuerzo, porque vivimos en un mundo muy desigual: el 20% de la población mundial con mayor renta recibe tres cuartas partes de la renta mundial, mientras que el 20% más pobre recibe únicamente el 2% de la renta mundial. Y la población de las naciones desarrolladas, en la que nos incluimos y que está constituida aproximadamente por sólo 1 de cada 5 personas, consume el 85% de los bienes.
